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2023-09-20 |

El Arzobispo habló sobre la Religiosidad y la Música en la Feria del Libro

En la XIII Feria Provincial del Libro, el Arzobispo de Corrientes fue invitado a habla sobre la “Religiosidad y la Música”. Este “apunte para pensar la identidad correntina” fue una ampliación de la conferencia dictada en la cátedra libre del Chamamé de la UNNE en mayo del 2015.

La Religiosidad y la Música son dos componentes esenciales de la identidad del pueblo correntino, asegura monseñor Andrés Stanovnik. Identidad que le otorga un modo propio y distinto de ser con los otros y de estar en el mundo. “Se trata del “ñanderekó”[1], de nuestro modo de ser”, afirma.

El texto que compartimos del Arzobispo (a la derecha de la página, en Archivos, se encuentra el texto en formato PDF), señala la estrecha correspondencia entre esos dos rasgos, la religiosidad y la música, y lo mucho que ambos tienen en común:

 

La Religiosidad y la Música

Apunte para pensar la identidad correntina

Ampliación de la conferencia dictada en la cátedra libre del Chamamé de la UNNE en mayo del 2015

 

La Religiosidad y la Música son dos componentes esenciales de la identidad del pueblo correntino, identidad que le otorga un modo propio y distinto de ser con los otros y de estar en el mundo. Se trata del “ñanderekó”[2], de nuestro modo de ser. La estrecha correspondencia entre esos dos rasgos, la religiosidad y la música, indica que ambos tienen mucho en común. Pero empecemos preguntándonos de qué estamos hablando cuando nos referimos a la religiosidad y a la música, y porqué nos resulta tan espontáneo y familiar colocarlas juntas.

  1. Religiosidad y música: un binomio inseparable

Detengámonos primero en la ‘religiosidad’. El término viene de religión, vocablo que está compuesto de dos expresiones: ‘re’ y ‘ligar’, es decir ‘religar’ que significa –de acuerdo con el diccionario de la RAE– volver a atar, ceñir más estrechamente. Se trata de unir dos partes. Las dos partes que se vinculan en este caso son Dios y el hombre. Y en esa dinámica relacional aparecen una serie de realidades como son el culto, las oraciones, los cantos, las danzas, las verdades, etc. Por consiguiente, religión, como lo indica la composición etimológica del término, significa ‘re-ligación’ o simplemente ‘relación’ o vínculo.

Esto nos permite afirmar de entrada que la religión nada tiene que ver con el individualismo o el aislamiento. Todo lo contrario, estamos ante un concepto que básicamente implica realidades como unidad, vínculo, pertenencia. Hay que descartar expresiones como, por ejemplo, “para mí la religión es…”; “yo me las arreglo solo con Dios”. El yo que se aísla queda solo, es la muerte del individuo. En cambio, el individuo integrado en el nosotros es el renacimiento de la persona en la comunidad.

Vayamos ahora a la música y veamos qué nos dice el diccionario de la RAE sobre ese término: la primera acepción que se consigna allí es ‘melodía, ritmo y armonía combinados’; también significa ‘concierto de instrumentos o voces, o de ambas cosas a la vez. Es muy interesante, porque la armonía de voces o de instrumentos no anula la individualidad de cada uno de ellos, sino que los integra con su específica cualidad en un concierto mayor. La música se convierte así en el reflejo de la armonía relacional entre las personas.

Esto nos lleva a un escenario de significados que se presentan semejantes tanto para la religiosidad como para la música. Ambas son el resultado de una concertación de realidades que se vinculan en armonía, cuyas expresiones se materializan en forma de poesía, de oración, de canto, de danza y de culto. En síntesis, la religiosidad y la música son dos dimensiones, en las que cada una de ellas refleja armonía en la riqueza de la diversidad. La diversidad no se presenta antagónica, sino colaboradora para la armonía y el encuentro. Y, a su vez, la armonía no ejerce una presión despótica sobre la particularidad de los elementos que entran en juego.

La persona: armonía y relación

La música y la religiosidad son realidades producidas por el hombre, se presentan como una extensión de su naturaleza y de su modo de ser y de estar en el mundo. En todas las épocas y en todas las culturas, el ser humano produjo, si así podemos expresarnos, religiosidad y música.

Entonces, para comprender mejor ese ‘producto’, detengámonos un momento en el autor que lo produce. Nos referimos obviamente a la persona. Lo primero que observamos en ella es que se trata de un ser en relación, es decir, esencialmente vinculado a otro. Y como nadie se da la vida a sí mismo, surge espontánea la lógica de la conclusión: nacemos vinculados. No es extraño que el Dios cristiano se revele como un Ser esencialmente relacionado y lo nombremos como Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo. El ser humano, un ser esencialmente vinculado por nacimiento, se descubre creado como un ser relacional, desde sus progenitores, hasta su Creador con mayúscula.

El ser humano, como alguien esencialmente vinculado a otro, tiende necesariamente a comunicarse. Lo realiza mediante el lenguaje que se materializa en palabras y gestos. La persona tiene una estructura, que podríamos llamar, sacramental. Es decir que, para comunicarse a sí misma, la persona necesita visibilizar su interioridad mediante signos. Los géneros de mayor perfección para visibilizar y comunicar el alma de una persona o de un pueblo, son la poesía, el canto y la danza. Estos elementos están presenten en todas las culturas y en todas las religiones.

La misma estructura ‘sacramental’ que utilizamos para comunicarnos con los otros, la empleamos para comunicarnos nosotros con Dios y Él con nosotros. El ser humano está hecho para el encuentro con el otro, y esta esencial dimensión vincular que lo caracteriza no se agota en el encuentro que podríamos llamar horizontal, sino que clama por la dimensión vertical, que lo abre a la trascendencia.

Esta dinámica de reciprocidad se realiza de un modo especial en el vínculo que el ser humano establece con su Creador. Pero aquí es necesario que abramos un paréntesis, y nos detengamos un momento en la ‘religión’ propiamente tal, es decir, en la relación de Dios con el hombre y del hombre con Dios. Y ese vínculo, para ser auténtico, debe ser libre y personal.

Sin embargo, si decimos que religiosidad es reciprocidad, debemos admitir que ese vínculo pase por la confrontación con el otro. El otro no es alguien meramente funcional a mis sentimientos, sino que es precisamente otro y debe ser tratado como tal. Si esto es verdad en las relaciones interpersonales, mucho más lo es en el vínculo que estamos llamados a establecer con Dios.

Si el hombre es esencialmente un ser vinculado, significa que el Creador dejó plasmado en la creatura el sello de su identidad. El Creador debería ser, entonces, también un ser esencialmente relacional y deseoso de comunicarse. Pero nada podríamos decir de ese Creador si él mismo no se hubiese manifestado del tal modo que el hombre pudiese, de algún modo, verlo, tocarlo y oírlo.

¿Cómo podría el ser humano establecer una relación con Dios, si éste no se hubiese acercado a él en una forma tal que pudiese ser reconocido, acogido y celebrado? ¿Es posible una verdadera reciprocidad y comunión con alguien a quien nadie ha visto jamás? ¿Es posible algún tipo de vínculo humano con una especie de energía universal aun en el caso de que se la considere una energía positiva?

La fe cristiana es mucho más que una filosofía de vida o un sistema de valores. La fe cristiana es, ante todo, una experiencia de encuentro. Y no es posible un verdadero encuentro si no es entre personas. Benedicto XVI lo dijo magistralmente: “No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva”[3], y aquí cerramos el paréntesis.

El ser humano es relación y eso lo sabe muy bien Aquel que lo creó, por eso, Él mismo se manifestó al hombre como relación, es decir, como persona. Viene al caso recordar que la palabra ‘persona’ significa ‘máscara’ (prósopon), es decir, representación, hacer visible a través de signos la propia interioridad, poder expresarse. En esa experiencia de salir de sí mismo y establecer vínculos con los otros, se fundamenta la cultura del encuentro. Esa cultura se expresa poéticamente y de un modo privilegiado en el canto y la danza de nuestros valseados, rasguidos dobles y chamamés.

La religiosidad: poesía, música y danza

La expresión religiosa estuvo siempre estrechamente vinculada a la música y al baile, a la poesía y al arte en general. La pregunta que nos podemos hacer ahora es a qué se debe la interconexión que se produce entre la religiosidad y la música. Una primera respuesta que podríamos ensayar es ésta: la religiosidad exterioriza la realidad más honda de la existencia humana y la música, junto con otras expresiones artísticas, le proporcionan los instrumentos más adecuados para poner de manifiesto esa realidad, la que no es posible definir, ni codificar totalmente mediante el lenguaje conceptual.

Como ilustración, veamos algunos ejemplos que nos ofrece la Biblia, sobre todo en el Antiguo Testamento, donde queda patente la correspondencia que hay entre religiosidad y música.

“David y toda la casa de Israel hacían grandes festejos en honor del Señor, cantando al son de cítaras, arpas, tamboriles, címbalos y platillos” (2Sam 6,5).

“Entonces la joven danzará alegremente, los jóvenes y los viejos se regocijarán; yo cambiaré su duelo en alegría, los alegraré y los consolaré de su aflicción” (Jer 31,13).

“Los que tocaban las trompetas y los cantores hacían oír sus voces al unísono, para alabar y celebrar al Señor. Y cuando ellos elevaban la voz al son de las trompetas, de los címbalos y de los instrumentos musicales, para alabar al Señor «porque es bueno, porque es eterno su amor, una nube llenó el Templo, la Casa del Señor»” (2Cr 6,13).

El Nuevo Testamento es más sobrio en este aspecto, sin embargo, también ofrece referencias a la música, al canto y al baile. Por ejemplo: Lc 15,25: “El hijo mayor estaba en el campo. Al volver, cuando se acercaba a la casa, oyó la orquesta y el baile”; o en 1Cor 26: “¿Qué podemos concluir, hermanos? Cuando ustedes se reúnen, cada uno puede participar con un canto, una enseñanza…”; en Ef 5,19: “Que el Señor pueda oír el canto y la música de sus corazones”; o también en Ap 19,1: “Después oí en el cielo algo como el canto de un inmenso gentío, que decía: ¡Aleluya!”.

Además de esas ilustraciones sobre la relación entre religiosidad y música, encontramos en la Biblia un libro completo dedicado al canto y a la música, que conocemos como el Libro de los Salmos o Salterio, que originariamente significaba un instrumento de cuerdas. Estos datos son suficientes para darnos una idea de la inseparable unión que existe entre la religiosidad y la música.

Demos un salto histórico y asomémonos ahora a la poesía, el canto y la danza en Corrientes. Solo como una muestra, señalamos la variedad de letra y música dedicadas a la Tupasy Itatí, la Virgencita morena, la Virgen Guaraní, La Morenita, Señora de Itatí, La Pura y Limpia, La Itatí, Virgencita de Itatí, Correntinita Madre de Dios, Chsy de los ava, Tierra sin mal, Madre peregrina, Mamá-Ama de Itatí, Tiernísima Madre de Dios y de los hombres. Entre los autores de letra, música e intérpretes, que compusieron y cantaron a María de Itatí, están el P. Esteba Bajac (1873-1947); Pocho Roch; Gregorio Molina y Tránsito Cocomarola; el P. Julián Zini; Mario Bofill y muchos más.

No me imagino a los correntinos sin la Virgen de Itatí y la Cruz de los Milagros, como los principales símbolos que fueron configurando su identidad. Los valores que de allí se desprenden, hacen que el correntino se sienta correntino, orgulloso de lo que es y lo que tiene, con un profundo amor a su tierra, integrado a su patria, amigo y solidario con todos. Todo eso lo canta y lo baila con ese estilo propio y único que le da su danza típica: el Chamamé.

La música: complemento de la religiosidad

Pasemos ahora a la música que, como dijimos, está indisolublemente unida a la religiosidad. Cuando decimos música, estamos incluyendo las demás expresiones vinculadas a ella, como son el canto, la poesía, el baile. Como podemos intuir, todas esas expresiones van más allá del pensamiento lógico, e intentan expresar mediante la comunicación simbólica las realidades más hondas y últimas de la existencia del hombre, ponen de manifiesto el misterio de la vida para el cual las palabras solas no alcanzan.

El saber científico, mediante la investigación y la aplicación del conocimiento, abarca un área importante de la realidad, pero es insuficiente para abordar los interrogantes más profundos de la existencia del hombre: la pregunta por su origen, su destino; por qué el sufrimiento, el mal, el amor, la muerte, etcétera. Esos interrogantes son propios de la religión y de la ética. El lenguaje más apropiado para intentar expresar esas realidades últimas en palabras es la poesía, que luego se convierte en música, en canto, en baile y en otras expresiones artísticas. Por eso, con razón se dice que la oración, que siempre es un misterioso juego de palabras, gestos, cantos y silencios, es la expresión más bella y más profunda del ser humano. En ella se manifiesta la totalidad de la persona: cuerpo y espíritu, inteligencia y corazón.

Aquello que no se puede definir, medir y calcular, está más allá de la razón, pero no necesariamente en contra de ella. Hay realidades profundas de la existencia humana que no se dejan aprisionar por los estrechos límites que brindan los conceptos. Estos no logran dar una respuesta suficiente y satisfactoria a los aspectos más hondos de la vida del ser humano. Sin embargo, el ser humano necesita poner nombre a esas realidades, aun cuando solo alcance a hacerlo de un modo aproximado mediante un lenguaje simbólico. Este lenguaje abre ventanas, descorre velos, señala horizontes. Es el lenguaje del amor, de la reciprocidad y de la alteridad. La religiosidad se expresa a través de este lenguaje. De allí nacen las oraciones, los cantos, los bailes, los poemas religiosos, y otras expresiones artísticas, como la arquitectura, la pintura, el teatro.

Díganme si es posible describir cabalmente un atardecer, un paisaje, por ejemplo, de los Esteros de Iberá. Ante ese espectáculo uno queda como transportado, sobrecogido, no atina a pronunciar palabra, porque percibe que no alcanzaría a expresar en palabras el impacto estético que produce ese deslumbre. Ante ese prodigio sólo cabe el silencio, pero no un silencio desierto y vacío, sino un silencio poblado de presencia acogedora. Ante una obra de arte, el hombre reacciona contemplando y contemplar es, podríamos decir, una experiencia de reciprocidad donde la obra impacta al punto de dejar sobrecogido al espectador, a quien convierte en un verdadero interlocutor.

La experiencia religiosa tiene mucho en común con la experiencia artística. Para comprobarlo basta ver la vasta creación poética, musical, teatral y arquitectónica que produjeron las religiones a lo largo de la historia. En todas las culturas y en todas las épocas el hombre tuvo necesidad de materializar, es decir, de representar las dimensiones más profundas de la existencia y esa representación fue conformando la cultura de los pueblos.

Por ejemplo, el fenómeno de la Navidad se puede abordar desde el pensamiento y entonces tenemos una cosmovisión cristiana de la vida con su jerarquía de valores; esa misma realidad se expresa también mediante la poesía, el canto, la teatralización y en la representación artística de los pesebres. Con ello tenemos un ejemplo sencillo y claro sobre cómo se necesitan y se complementan la religiosidad y la música. En ambos están en juego, con toda su potencialidad tanto la razón como la fe en mutua cooperación.

  1. Religiosidad y música: sabiduría de los pueblos

En realidad, que dos más dos sean cuatro, o que el bosón de Higgs nos revele el instante en el que se origina la materia, refleja en el fondo la capacidad que tiene la inteligencia del hombre de investigar y descubrir las maravillas del universo. Por eso, el increíble adelanto que significó para el ser humano el manejo del fuego, el invento de la rueda, más tarde la pólvora y la imprenta, y más recientemente la impresionante revolución tecnológica en el orden de la comunicación, la bioteconología, y ahora la inteligencia artificial, no cambia sustancialmente el mandato vocacional que Dios confió al hombre en el momento de la creación: cuidar y perfeccionar la obra del Creador, otorgándole para ello el don de la inteligencia y también la sensibilidad del corazón.

Para conducirse sabiamente en la vida, el ser humano necesita algo más que la capacidad de razonar. Necesita, sobre todas las cosas, aprender a vincularse, a encauzar sus potencialidades de tal manera que lo beneficien a él y a sus semejantes y, sobre todo, que le ayuden a cultivar su relación con Dios. Para ello, el ser humano debe valerse de la cabeza y del corazón, para utilizar dos imágenes clásicas que sirven para representar la razón y la fe.

El hecho de reconocer que la razón humana tiene límites, no la descalifica, al contrario, le abre a la inteligencia sus verdaderas potencialidades. Los límites no deberían ser elementos castradores de las capacidades del hombre, sino cauces para orientarlas. La inteligencia es un don extraordinario que posee el ser humano, pero como todo poder, también la inteligencia necesita orientación. La pregunta que cabe hacerse es quién puede darle esa orientación.

¿Puede el hombre solo por sí mismo darse la dirección adecuada a su vida y a la convivencia con sus semejantes? Si respondemos afirmativamente, entonces cabe preguntarse quién o quiénes estarían autorizados a dar esa dirección: ¿algún individuo superdotado? ¿Un partido político? ¿Algún organismo internacional? ¿Una autoridad mundial? Por otra parte, también se podría considerar que cada individuo se diera a sí mismo una orientación que esté de acuerdo con sus preferencias personales. ¿Y si esas preferencias no coincidieran con las de otra persona o grupo? Inevitablemente estaríamos en convivencias paralelas, en grupos aislados unos de otros, lo cual tarde o temprano estallaría en enfrentamientos y exterminios, de lo cual tenemos dolorosas experiencias.

Como se puede notar, de fondo a estas reflexiones está la gran pregunta de todos los tiempos y es ésta: ¿puede el ser humano acceder a la verdad? ¿Existe la verdad? Si existiera la verdad, ¿quién sería el depositario de ella? Y si no existiera, ¿habría tantas verdades cuantas personas o grupos humanos existen en el mundo? De la respuesta que demos sobre la verdad, va a depender la orientación que le imprimamos a nuestra vida individual y colectiva. Y, en consecuencia, de ello dependerá también el contenido de nuestras poesías, los acordes de nuestra música y los pasos de nuestras danzas. ¿O acaso no sentimos que cuando bailamos un valseado o un chamamé, estamos, por así decir, haciendo algo verdadero, bueno y bello, algo así como si estuviésemos “danzando la verdad, la bondad y la belleza”?

Y ahora preguntémonos ¿por qué sentimos que hay verdad en el chamamé? ¿Acaso no percibimos que el chamamé es también una experiencia de libertad? Y si en nuestra danza hay verdad y libertad, allí seguramente también hay justicia. Justicia en el sentido genuino del término: darle al otro lo que le pertenece. En nuestra música y en nuestro baile los pasos y los gestos revelan reciprocidad, atención al otro, donación y encuentro. Nada tienen que ver con la dominación, el sometimiento o la explotación de la otra persona. Pero demos un paso más y hagámonos una última pregunta: ¿Hay amor en la danza correntina? ¿Alguien se animaría a negarlo? A esta altura hemos arribado a identificar cuatro valores fundamentales del cristianismo: la verdad, la libertad, la justicia y el amor. Esto es algo bueno y bello. Y todo lo que es verdadero, bueno y bello procede de Dios, revela su presencia entre los hombres, y nos conduce al encuentro con Él y con nuestros semejantes.

Dos expresiones bailadas de la “sabiduría de los pueblos”

Detengámonos ahora un momento para situarnos ante dos expresiones de “sabiduría danzada”, y tratemos de percibir las diferencias, para poder valorar mejor las notas propias y distintas que las identifican: se trata de la danza del chamamé y el baile del tango. El tango y el chamamé son, a primera vista, dos coreografías y estilos musicales muy diferentes, en las que cada una expresa su propia cultura, es decir, su propio estilo de ser y de estar en el mundo. Sin pretender una aproximación profesional a estas danzas nuestras, comparto las impresiones y observaciones que cualquier espectador puede compartir y, por supuesto, completarlas y profundizarlas. Pongamos entonces la danza del chamamé y el baile del tango uno frente al otro, y preguntémonos cuáles son las notas que distinguen a cada uno, en qué se asemejan, y en qué se diferencian.

Una primera impresión visual de los movimientos que realizan los bailarines del tango es la celeridad, la prisa. El tango es rápido, determinante en sus traslaciones, casi podríamos decir tan preciso como tajante. Si observamos el paso final de esta danza, deja la sensación de que ambos quedaron como exhaustos, podríamos acotar también que se los percibe satisfechos, no diría contentos, sino más bien sobrepasados. Al observarlos como pareja, impresionan porque ambos compiten de igual a igual; aparecen más bien como dos actores belicosos, huérfanos de ternura; se los percibe sumergidos en una contienda, en la que cada cual busca conquistar para vencer, más que encontrarse con el otro. Las figuras que ambos dibujan en el escenario contagian un frenesí, que tanto atrae y fascina, como aleja y exilia; al final, el aplauso del público festeja un espectáculo dramático de dos que intentaron encontrarse, pero no pudieron lograr su cometido. El tango expresa la tristeza y melancolía del desencuentro, un vínculo que aún no se pudo elaborar, y una gran nostalgia del otro a quien no pudo reconocer en la danza.

Frente al baile del tango, observemos ahora el espectáculo de la danza que brinda el chamamé en sus diversas expresiones. Una primera impresión visual de esta danza revela un movimiento lento y envolvente. La acción acelerada del zapateo viene armonizada con figuras ondulatorias, produciendo el efecto de una síntesis amigable de la diversidad. La pareja transmite armonía en la diferencia, donde cada uno aporta lo que tiene de propio. En la danza ambos tienen espacio para la creatividad, y mientras se encuentran, al mismo tiempo se abren a nuevos espacios. No aparecen gestos tajantes, ni alusiones agresivas en las figuras que ejecutan juntos. Por el contrario, desborda la ternura y la cercanía en un entrelazarse con mutuo aprecio de dos identidades diferentes que desean afirmarse en el encuentro. Ambos transmiten armonía y paz en el espectador. El chamamé expresa plenitud y alegría de vivir. Como podemos notar, habría tantas cosas aún para desentrañar de esta danza típica del pueblo correntino.

  1. Religiosidad y música: la gravedad del contenido

Tal vez puede sorprender que vinculemos a la religiosidad y a la música a un concepto como la gravedad. Opuesto a gravedad es levedad. La insoportable levedad del ser es un libro famoso de Milan Kundera. Levedad es algo que tiene poca consistencia, flota en el aire como una pluma, es sinónimo de ligereza, tenuidad, suavidad, informalidad. Es decir, todo lo contrario a gravedad, que es algo que tiene peso, consistencia, solidez, fuerza, y también formalidad. Como la religiosidad y la música son realidades íntimamente ligadas a la comunicación y reciprocidad entre las personas y de éstas con Dios, es importante que ese vínculo se construya sobre bases sólidas, se constituya como un vínculo estable, duradero, y se caracterice por la fidelidad. La fidelidad en el tiempo hace que los vínculos entre las personas maduren, echen raíces hondas y duren en el tiempo.

Sin embargo, nos encontramos en una época en que la levedad, la liquidez y el descarte, caracterizan los vínculos humanos. Esos vínculos se conectan y desconectan con extrema facilidad. Parece que “invertir sentimientos profundos en la relación y jurar fidelidad implica correr un enorme riesgo: eso lo convierte a usted en alguien dependiente de su pareja (aunque señalemos que la dependencia –que rápidamente ha cobrado un matiz peyorativo– es la base de la responsabilidad moral hacia el Otro)”[4].

El pensamiento constructivista que domina el pensamiento de esta época, afirma que el individuo se construye a sí mismo desde sí mismo. Por consiguiente, ese pensamiento no parte de la experiencia originaria del encuentro, sino del aislamiento que conduce al individualismo. Si la experiencia originaria del ser humano es la de ser un individuo aislado, que se construye a partir de sí mismo exclusivamente basado en sus percepciones subjetivas, es muy difícil esperar que durante ese proceso alcance por sí mismo una experiencia de reciprocidad y de encuentro, porque la lógica de la razón indica que no se puede alcanzar aquello que no se visualiza y experimenta de algún modo dese el inicio. Santa Teresa de Jesús, una gran mística y pensadora del siglo XVI, dice que las cosas son como se principian.

La música, el canto y la danza correntinas, en todas sus variables, favorece una cultura del encuentro, basada en el respeto por la dignidad del otro; reconoce, valora, corteja y se alegra por la diferencia y complementariedad entre el varón y la mujer, canta a la belleza de la mujer y al coraje del varón; la mujer además de ser la compañera fiel, es madre y es abuela; aparece con frecuencia el cuidado y la protección de la propia familia, donde siempre cabe uno más; se exalta la fraternidad, la hospitalidad y la solidaridad; se valora la sobriedad de vida y el trabajo para el sustento; se promueve la justicia que se le debe al pobre; y se cultiva un especial e intenso sentido de fiesta, lo cual pone de manifiesto un corazón agradecido y alegre, aun en medio de las penurias por las que se atraviesa cotidianamente. Todo esto le da peso, gravedad, consistencia, en una palabra, identidad propia, a la religiosidad y música del pueblo correntino.

Agradezco a los organizadores de esta Feria del Libro por la oportunidad que nos han brindado con este espacio, para compartir juntos aquellas realidades profundas de la vida que sólo la poesía, el canto y la danza alcanzan a delinear, tal como sucede en el ámbito de la expresión religiosa, donde la poesía se convierte en oración y canto, y la danza en rito y culto, que le debemos a Dios Padre que nos ha creado por amor y para amar.

Mons. Andrés Stanovnik

Arzobispo de Corrientes

Corrientes, 8 de julio de 2023

 

 

 

 


[1] La noción de Ñandereko puede ser traducido entonces como “nuestro modo de ser”, pero encierra también otros significados, que apuntan a las grandes virtudes del guaraní que son: el buen ser (tekó porá), la justicia (tekó jojá), las buenas palabras (ñeé porá), las palabras justas (ñeé jojá), el amor recíproco (joayhú).

 

[2] La noción de Ñandereko puede ser traducido entonces como “nuestro modo de ser”, pero encierra también otros significados, que apuntan a las grandes virtudes del guaraní que son: el buen ser (tekó porá), la justicia (tekó jojá), las buenas palabras (ñeé porá), las palabras justas (ñeé jojá), el amor recíproco (joayhú).

 

[3] BENEDICTO XVI, Carta encíclica, Deus Caritas Est, n. 1.

[4] Bauman Zygmunt, Amor líquido, Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires 2005, p. 120-121.